El funesto destino organizó los funerales del tío Job.
Envuelto en un grosero plástico negro, su cadaver hasta el fondo fue a caer.
Un sonido seco anunció que era el momento de comenzar a tapar la fosa.
En medio de una ceremonia inexistente, Job se había marchado al otro mundo, al mundo donde crecen las fantasías y se alimentan de sueños inertes, donde no existen barreras raciales ni fronteras fóbicas, donde conviven fraternalmente las almas exiliadas.
El calendario siguió su curso, inexorable, contínuo, arrollador.
A un mes siguió uno más y otro, y otro.
Llegó diciembre y la alegría a las calles. Los hogares se vistieron de colores y encendieron sus mejillas para dar la bienvenida a la próxima estación: el invierno.
Suéteres, bufandas, guantes, gorritos, cobijas, todo lo necesario para abrigarse salió del clóset. Y el tío Job yacía tres metros bajo tierra. Desde allá, decía, se escuchaban mejor las cosas que hacían todos. Pudo escuchar cómo lloraron su partida un día, dos días, tres. A la semana siguiente ya nadie le lloraba. Ahora, apesadumbrado y resfriado, oía la vida transcurrir con normalidad, su recuerdo había sido borrado, su mediana fortuna dilapidada en varios bares de mala muerte. Lo que más le dolía era la manera en la que había ocurrido todo.
Era una tarde borrascosa del mes de Junio y Job había estado trabajando hasta tarde pues la compañia estaba creciendo a un ritmo vertiginoso y ya no se daban abasto con el personal. La ineficiente señorita de Recursos Humanos no había podido contratar ni 10 empleados en dos semanas y había sido despedida.
Job era el subdirector de la compañía, pero ni eso lo salvó de laborar hasta altas horas de la noche. Cuando llegaba a casa, su esposa ya dormía y no podía disfrutar de su cálido abrazo. Por la mañana, salía como ráfaga, con el saco a medio abrochar y los zapatos sin anudar. Eran días pesados.
Cory, su hijo mayor, acababa de alcanzar la mayoría de edad y su vida se estaba convirtiendo en una bacanal llena de grandes excesos ¿y la escuela? al carajo. Ni sus padres lograban hacerlo entrar en razón, a pesar de las súplicas de su madre y las reprimendas de su padre.
Claude, el menor, iba de mal en peor en la escuela y en el último mes había sido suspendido un par de ocasiones.
Simplemente entre tantas ocupaciones, apenas le quedaba tiempo para encargarse de su familia.
Ese día había estado muy estresado, Jairo, el nuevo chofer, había sido enviado a entregar un camión repleto de mercancía y había confundido los caminos y por tal motivo no podrían entregarlo a tiempo. El cliente estaba muy molesto y había amenazado con cambiar de proveedor si volvían a fallar una vez más. Esta era la definitiva. Su jefe le había dicho que el destino de la empresa dependía directamente de ese cliente y prefería perderlo a él que perder los millonarios ingresos que aquel cliente le proporcionaba.
Intentó por todos los medios contactar al chofer para pedirle encarecidamente que tomara la ruta correcta y pudiese llegar a la entrega, pero fue en vano, nunca respondió el móvil.
Por azares del destino, se dio cuenta que Cory estuvo involucrado en el desvío y se enfureció. Jairo era su amigo de la universidad, un chico de la pandilla con la que solía salir a beber y perderse en las noches que no volvía a casa. La cabeza le daba vueltas.
Más tarde, solicitó permiso para retirarse pues se sentía cansado.
Dos cuadras antes de llegar a casa divisó el camión de la empresa, aparcado en un callejón. Se aproximó y hasta que escuchó risas y vio a toda la pandilla bebiendo y drogándose alegremente. Perdió el control y se dejó ir contra Cory, mientras el resto de sus amigos lo golpeó en la cabeza con un palo, piedras y botellas. Lo último que vio fue a su propio hijo con un puñal en la mano...
Ahora habían pasado seis meses desde aquél día, pero ya nadie lo recordaba, ya nadie hablaba de él, ya nadie miraba sus fotografías con nostalgia.
Tenía frío. Aunque sabía que no podía ser real pues ya estaba muerto. Y bien muerto.
Pero lo cierto es que desde que entró el invierno, había sentido cómo se filtraba en sus huesos el frío, y no lo había abandonado a pesar de estar bajo tierra.
Oía pasos encima suyo.
El siguiente suspiro olía a tierra húmeda.
Había llegado la primavera.
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