Cuentan que en
una ocasión un buzo se aventuró a bajar hasta el fondo del mar. Había
sido su sueño desde siempre, así que se fabricó él mismo un traje
especial: lo adornó de mil colores, le agregó unas escamas brillantes
que lo hacían lucir como si fuera un gran pez colorido.
Un buen día, cuando el sol sonreía en lo alto de la colina, decidió embarcarse en un pequeño navío hecho con cáscaras de coco, que también fabricó él con sus propias manos. Días antes había explorado el lugar y había decidido el punto exacto desde donde comenzaría el descenso. Llegó a la entrada de una cueva, se orilló y se lanzó al mar, dejando atrás la tierra que había sido su morada durante tanto tiempo.
Los peces al mirar ese espectáculo tan brillante y lleno de color, quedaron maravillados y lo siguieron.. Mientras bajaba, el buzo se encontraba con diversas especies de peces, unos grandes, otros más grandes, otros pequeños y otros más bien diminutos, pero sin importar el tamaño o color, todos le sonreían y lo seguían. A los pocos minutos de estar bajando ya iba un gran banco de peces detrás de él, asombrados y contentos, no sabían qué, pero había algo que los atraía hacia él.. Tampoco el buzo sabía qué lo había orillado a bajar, pero sentía el fuerte deseo de seguir bajando, sabía que allá encontraría algo. Con este deseo en mente, continuaba su descenso.
Un pez rosado, de labios rojos y ojos tan azules como el cielo, pasó a escasos centímetros de su rostro y le susurró algo al oído, algo que no alcanzó a escuchar, pero todos los peces comenzaron a hacerle señas con sus aletas para que siguieran a tan singular pez..
Convencido de que era lo correcto, los siguió.
Así siguieron nadando durante varios minutos, mientras el sol continuaba su constante recorrido por la bóveda celeste.
Al cabo de varios metros, piedras, algas y otros bancos de peces, el buzo pudo vislumbrar un gran resplandor amarillo que venía de un lugar más o menos cercano, por lo que aceleró su nado y todos los pececitos emitían sonidos de alegría. Unos se adelantaron ansiosos y aplaudían con sus aletas de cristal.
Su reflejo en el agua le hacía sentir poderoso, brillante, feliz.
Cuando al fin llegó, no daba crédito a lo que sus ojos veían: ¡Un palacio submarino! ¡Un verdadero palacio! Majestuoso, imponente, resplandeciente, esplendoroso, un palacio submarino que el mar tenía guardado: SÓLO PARA ÉL.
Esto lo supo cuando, después de limpiarse las lágrimas de alegría, pudo ver su nombre, escrito con cientos de perlas y diamantes, adornado con corales y algas bailarinas.
El corazón, dentro de su pecho, estallaba de alegría. No lo podía creer. Tuvo que darse varios pellizcos para cerciorarse de que no estaba soñando. No. No esta vez.
Todos los peces lo rodearon, se colocaron debajo suyo y lo llevaron hasta su trono, donde también estaba grabado su nombre con letras de oro. Todos aplaudieron cuando tomó su lugar y el fondo del mar estalló de algarabía. Las sirenas comenzaron su canto y todos los habitantes, desde los delfines más tiernos hasta los tiburones más temibles, bailaron alrededor suyo, haciendo coreografías marinas y cantando como los mismísimos ángeles. De pronto se dio cuenta que su sueño de la noche anterior era justo este, que algo lo había atraído hasta acá con una fuerza sublime. ¡Sabía que era el rey del mar! Lo sabía con total certeza y sonrió. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas y se unió a la gran fiesta reinante.
Cuentan que aún vive el buzo en el fondo del mar, conviviendo con todos los pececitos, (y con los grandes también), que baila con camarones y almejas, que canta los viernes con los calamares rojos que le llevan su tacita de té, té de algas, por supuesto y galletas en forma de nube, para que no olvide el cielo que antes lo cobijó.
Y también dicen que cuando el río suena... es que él canta.
Un buen día, cuando el sol sonreía en lo alto de la colina, decidió embarcarse en un pequeño navío hecho con cáscaras de coco, que también fabricó él con sus propias manos. Días antes había explorado el lugar y había decidido el punto exacto desde donde comenzaría el descenso. Llegó a la entrada de una cueva, se orilló y se lanzó al mar, dejando atrás la tierra que había sido su morada durante tanto tiempo.
Los peces al mirar ese espectáculo tan brillante y lleno de color, quedaron maravillados y lo siguieron.. Mientras bajaba, el buzo se encontraba con diversas especies de peces, unos grandes, otros más grandes, otros pequeños y otros más bien diminutos, pero sin importar el tamaño o color, todos le sonreían y lo seguían. A los pocos minutos de estar bajando ya iba un gran banco de peces detrás de él, asombrados y contentos, no sabían qué, pero había algo que los atraía hacia él.. Tampoco el buzo sabía qué lo había orillado a bajar, pero sentía el fuerte deseo de seguir bajando, sabía que allá encontraría algo. Con este deseo en mente, continuaba su descenso.
Un pez rosado, de labios rojos y ojos tan azules como el cielo, pasó a escasos centímetros de su rostro y le susurró algo al oído, algo que no alcanzó a escuchar, pero todos los peces comenzaron a hacerle señas con sus aletas para que siguieran a tan singular pez..
Convencido de que era lo correcto, los siguió.
Así siguieron nadando durante varios minutos, mientras el sol continuaba su constante recorrido por la bóveda celeste.
Al cabo de varios metros, piedras, algas y otros bancos de peces, el buzo pudo vislumbrar un gran resplandor amarillo que venía de un lugar más o menos cercano, por lo que aceleró su nado y todos los pececitos emitían sonidos de alegría. Unos se adelantaron ansiosos y aplaudían con sus aletas de cristal.
Su reflejo en el agua le hacía sentir poderoso, brillante, feliz.
Cuando al fin llegó, no daba crédito a lo que sus ojos veían: ¡Un palacio submarino! ¡Un verdadero palacio! Majestuoso, imponente, resplandeciente, esplendoroso, un palacio submarino que el mar tenía guardado: SÓLO PARA ÉL.
Esto lo supo cuando, después de limpiarse las lágrimas de alegría, pudo ver su nombre, escrito con cientos de perlas y diamantes, adornado con corales y algas bailarinas.
El corazón, dentro de su pecho, estallaba de alegría. No lo podía creer. Tuvo que darse varios pellizcos para cerciorarse de que no estaba soñando. No. No esta vez.
Todos los peces lo rodearon, se colocaron debajo suyo y lo llevaron hasta su trono, donde también estaba grabado su nombre con letras de oro. Todos aplaudieron cuando tomó su lugar y el fondo del mar estalló de algarabía. Las sirenas comenzaron su canto y todos los habitantes, desde los delfines más tiernos hasta los tiburones más temibles, bailaron alrededor suyo, haciendo coreografías marinas y cantando como los mismísimos ángeles. De pronto se dio cuenta que su sueño de la noche anterior era justo este, que algo lo había atraído hasta acá con una fuerza sublime. ¡Sabía que era el rey del mar! Lo sabía con total certeza y sonrió. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas y se unió a la gran fiesta reinante.
Cuentan que aún vive el buzo en el fondo del mar, conviviendo con todos los pececitos, (y con los grandes también), que baila con camarones y almejas, que canta los viernes con los calamares rojos que le llevan su tacita de té, té de algas, por supuesto y galletas en forma de nube, para que no olvide el cielo que antes lo cobijó.
Y también dicen que cuando el río suena... es que él canta.
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