Anoche te soñé.
Estábamos sentados en el lugar donde nos dijimos adiós aquel
lluvioso y frío noviembre.
Tu piel era tan blanca y tersa, y tus ojos cantaban para mí
esa melodía que tanto me gustaba.
La fina llovizna caía sobre nosotros, empapando ese último
beso.
La luna, vaticinando el fatal momento, permanecía escondida
tras unas delgadas nubes sin atreverse a dar la cara.
Mis lágrimas, cansadas de aferrarse al párpado inferior, se
dejaron llevar.
Tú no lo viste, pero corrían en ríos verticales, formando
surcos en mis entristecidas mejillas, creíste que era la lluvia.
Te abracé, sabiendo que sería la última vez que sentiría tu
tibio cuerpo pegado al mío.
Repasé con la yema de mis dedos tu áspera barba, en la que
me gustaba formar remolinos imaginarios después de hacer el amor.
Aspiré el delicado perfume que despedía tu cuello.
No quería irme. No quería decirte adiós. Ahora ya era
inevitable, impostergable.
Un relámpago cruzó el cielo.
Te volví a abrazar, quería que tu piel grabara en mí esos
momentos en que eras mío y yo era de ti, esos instantes en que no había nada
más importante que dormir con tus brazos rodeando mi cintura, cuando podía
pasar horas mirándote mientras dormías, tan vulnerable, tan mío y a la vez tan
ajeno.
Mi corazón, sin saber qué aconsejarme, también se puso a
llorar.
Desde aquella noche tengo que conformarme con soñarte, tal
vez tenías razón, tal vez es mejor así.
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