Cuando te vi abrazándolas a ellas sentí una punzada en el
pecho.
Ciertamente no fueron celos, porque a estas alturas ya no sé
ni lo que son, sentí envidia.
Me acordé, inevitablemente, de aquellos largos abrazos que
me regalabas cuando tu plan era conquistarme, cuando te volviste amigo del
florista para regalarme ramos de alegres girasoles amarillos, cuando todavía
sonreías al estar a mi lado y te desvelabas mientras componías sonetos y
canciones para mí.
No sé por qué –siempre me pasa-, todas las veces que me
pongo triste termino recordando esa vez en que no reímos como niños por alguna
tarugada y, agotados, caímos dormidos.
Te digo que sentí envidia, envidia de que otras sientan tus
abrazos, envidia de que otras vea tu sonrisa, envidia de que otras lean tus
palabras, envidia de que otras sean dueñas de tus pensamientos.
Ayer, mientras pensaba en esto, me sentí tan sola que me
puse a llorar.
Lloré tan bajito que ni siquiera te diste cuenta, me acerqué
a ti solo para comprobar
que tu almohada estaba llena de sueños aparte,
sueños sin mí.
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